
El viajero invisible – Capítulo 5: Martín, el hombre del retrato
- Posted by Maria Jimenez
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- Date June 25, 2025
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La puerta era azul, pero el sol la había ido deslavando hasta convertirla en un gris cansado. Darío golpeó dos veces. Esperó.
Nada.
Estaba por darse la vuelta cuando escuchó pasos arrastrándose detrás de la puerta y una voz grave que dijo:
—Si no traes pan, al menos trae historia.
Darío sonrió. No era una bienvenida, pero sí una invitación.
Martín lo recibió con su bastón en una mano y una taza de café en la otra. No ofreció asiento. Solo se sentó él, frente a una mesa llena de papeles, recortes y fotos antiguas.
—Así que volviste —dijo sin mirarlo.
—No sabía que me esperabas.
—Tampoco sabía que eras tú —respondió Martín—. Hasta que vi tus ojos.
Silencio.
Darío miró alrededor. La casa olía a tiempo, a madera vieja y a cosas que no se tocan desde hace años. En la pared colgaba un retrato a carboncillo. El suyo. Tenía el rostro más joven, sin barba, pero era él. Estaba dormido en un banco de plaza, igual que en la imagen que recordaba haber dibujado. Solo que esta vez… había palabras bajo la imagen.
> “Incluso el que duerme con los ojos cerrados puede ser visto.”
—¿Lo guardaste todo este tiempo? —preguntó Darío, sin ocultar la sorpresa.
—No. Lo colgué hace poco. Durante años estuvo en una caja. No quería verlo —dijo Martín, mientras revolvía su café con lentitud—. Me hizo sentir desnudo.
—No era mi intención incomodarte.
—Lo sé. Pero lo hiciste.
Darío bajó la mirada. Era la primera vez que alguien le decía eso. Siempre había pensado que sus dibujos tocaban suavemente, que eran espejos sin juicio. Pero ese día entendió algo: **cuando uno muestra lo que otros no quieren ver, también puede herir**.
—¿Por qué me escribiste aquella carta?
—Porque no sabía cómo agradecer. Y porque no sabía cómo vivir con lo que vi en ese dibujo.
Yo no me veía así. Y sin embargo… era yo.
Martín se levantó con dificultad. Caminó hacia un viejo mueble y sacó un sobre.
—Nunca respondí a tu dibujo. Solo envié esas líneas. Pero tú me diste algo que nadie me había dado en años: la sensación de ser visto.
Y eso, chico, puede ser un regalo o una condena.
Le tendió el sobre.
Darío lo abrió con manos lentas. Dentro había una hoja amarilla, doblada cuatro veces. La carta. Sus palabras. Las había escrito de memoria:
> “Gracias. No sabía que alguien me había visto.”
Pero ahora, al leerlas otra vez, significaban algo más. No era solo gratitud. Era confesión. Era soledad.
Martín volvió a hablar, más bajo.
—Tú no dibujas personas, Darío. Dibujas lo que otros esconden. Y eso… pesa.
Darío asintió. Por primera vez en mucho tiempo, no se defendió. No explicó. No huyó.
—¿Y tú? —preguntó, levantando la vista—. ¿Qué hiciste después?
—Me senté en ese banco por años —dijo Martín, con una media sonrisa—. Pero un día dejé de mirar hacia adentro. Y empecé a mirar a otros.
No dibujé, claro. No tengo tu talento. Pero aprendí a hacer preguntas. A escuchar.
Darío se sintió desarmado. Como si alguien hubiera entrado en su propia libreta y hubiera escrito un capítulo que él nunca había imaginado.
Martín lo miró a los ojos, esta vez sin dureza.
—Y tú, Darío… ¿cuándo vas a dejar que alguien te dibuje a ti?
La pregunta quedó suspendida en el aire.
Darío no respondió. No podía. Porque no sabía cómo. Porque nunca se lo había planteado.
—Cuando uno dibuja, no se muestra —continuó Martín—. Solo observa. Pero algún día… vas a tener que darte vuelta.
**
Darío salió de esa casa con pasos más lentos que al entrar. No por el cuerpo, sino por el alma.
Caminó hasta el café, sin rumbo fijo, sin saber qué buscaba.
Cuando llegó, la vio.
Clara estaba sentada en una mesa vacía, frente a una hoja en blanco. Tenía un lápiz en la mano. Dibujaba algo, pero al verlo, escondió la hoja.
Darío no dijo nada. Se sentó frente a ella.
—¿Era tuyo? —preguntó Clara, señalando la libreta.
—Ahora es tuya.
Clara dudó.
—¿Por cuánto tiempo?
—Por el tiempo que la necesites —respondió él, sin apartar la mirada.
Ella deslizó la hoja sobre la mesa. Era un dibujo. Él. No perfecto. No técnico. Pero él.
Por primera vez en mucho tiempo, Darío se vio desde afuera.
No como un viajero. No como un invisible.
Sino como alguien que empezaba, por fin, a quedarse.
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